8 de marzo de 2013

Otra boda de "relumbrón" en Villavieja


Y también en 1897. De la primera ya hemos hablado en estas páginas. Vamos hoy a transcribir la crónica de la segunda publicada por El Adelanto en julio de 1897. Decía así.

Desde Villavieja.
Después de las espléndidas fiestas del Corpus, una boda con numerosa y distinguida concurrencia de casi todos los pueblos de la comarca. Por estos sucesos, puede decirse que, hasta hoy, no se ha conocido que estamos en plena recolección, que, dicho sea de paso, desvanecerá muchas ilusiones. El sábado último se celebró el enlace de la simpática señorita Aurora, hija de don Mariano Galán, con el médico de Villares de Yeltes, don Tomás González Martín, hijo del escribano de actuaciones del juzgado de Vitigudino, don Juan González. Si una boda es siempre en los pueblos suceso que fija la atención pública, cuando les familias de los novios tienen nombre y posición, constituye notable acontecimiento. Así se explica que Villavieja haya sido en estos días punto de reunión para importantes personalidades de Madrid, Salamanca, Vitigudino, Yecla, Ciudad-Rodrigo, Bogajo, Olmedo, Lumbrales, Villares, Nava de Yeltes, Cubo de don Sancho, Valderrodrigo, Pereña, Masueco y otros pueblos que no es posible citar sin hacer uso de un manual de geografía de la provincia.
Bien quisiera tener facilidad para pintar cuadros populares, porque entonces enviaría cuatro pinceladas de la ceremonia religiosa, del banquete y del baile, ó de las tres partes de la fiesta, seguro de que agradaría la lectura de esta reseña, por ofrecer el contraste de las costumbres de tiempos viejos con las innovaciones que ha traído el progreso de la época. Pero, no tengo paleta ni pincel y allá va, en su lugar, una impresión expuesta á la moderna, esto es, telegráficamente.
La ceremonia religiosa es, sin género ninguno de duda, la que tiene más atractivo en las bodas de los pueblos, y lo prueba que á ella no falta ningún convidado, y todos asisten en traje de etiqueta: desde el labrador que, en el mes de Julio, se cubre con inconmensurable capa, á la recatada doncella, que no deja en la percha una de sus muchas sayas. Y si, como sucede en este caso, oficia un sacerdote ilustrado, como lo es el párroco de Yecla, tío de los contrayentes, doctor don Antonio González, y la concurrencia es extraordinaria, el acto reviste más originales caracteres, tanto en el pórtico de la Iglesia, donde empieza, como dentro del templo, donde concluye con solemne misa. En él, y en lugar reservado en los oficios ordinarios para las autoridades, veíanse al muy ilustre señor don Cesáreo Blanco, auditor secretario del vicariato general castrense, queridísimo de sus paisanos los vecinos de Villavieja, hijo de modestísima familia, elevado al cargo que ocupa por su saber y sus virtudes y á quien el pueblo llama el futuro Obispo; á su lado el alcalde de la villa, sin atributos de autoridad, por haberles dejado en la casa de un vecino, para aplazar el disgusto que ha de ocasionar á su mujer, opuesta, por rara excepción, a que la llamen señora alcaldesa; al juez municipal, que tan importante papel tiene en estos casos; á don Cecilio González Domingo, cuyas relaciones y amistades en el país son bien notorias; al diputado provincial del distrito don Juan Gutiérrez; al laureado médico del pueblo don Dionisio Alonso; al abogado y concejal de Ciudad-Rodrigo, don Juan Ballesteros, admirando al alcalde de Villavieja á empuñar el bastón, cuando la vara mirobrigense da lugar á tantos disgustos; al fiscal de dicha ciudad, y á tantos otros, que ocupaban banco de preferencia en torno de los novios y de los padrinos. Con la bendición de la Iglesia y la rúbrica del juez, queda hecho el nudo y la comitiva sale del templo en el mismo orden y con igual severidad, y después de dar la enhorabuena al nuevo matrimonio y á las familias, reunidos todos en la casa de la novia, cada cual se dirige á su respectivo domicilio á cambiar el traje de los actos solemnes por el del banquete. Pero de éste, tratándose de Villavieja, no se puede hablar, sin achicar aquellos que caracterizaban las célebres bodas de Camacho.
Sólo diremos que había doscientos cuarenta y nueve cubiertos, todos ocupados, y que la comida fue servida por camareros venidos de Salamanca, algunos de los cuales tienen ocupación habitual en el Parador de los Caballeros. Después de la comida, tan larga como ancha, el baile general, y, para final y digno remate, la fiesta de la rosca.
Los barrenderos de la villa arreglaron el pavimento de la plaza, se formó el círculo o el perímetro con bancos de la escuela, y el Alcalde, sin el consabido bastón, cuida del orden, óyese la música, y comienza el baile con señoritas encantadoras, entre las que recordamos á Teresita Martín Negrete (hija del juez de instrucción), Tomasa Delgado, Lola Mendívil, Pepita Martín, Guillerma y Rosario González Martín, Aurora López, Eusebia Domingo, Santiaga Galán, Cesárea y Gustava Blanco (dos lindas muchachas educadas en Madrid), Agustina Galache, Elisa Moro y veinte más, para todas las que no faltaba el pollo correspondiente; y entre tanta hermosura y tanta elegancia á la moderna, destacábase un grupo original: siete charras que pueden servir de garantía al banco español de la Isla de Cuba y dar solución al conflicto del billete. Por Dios, decía un elector de Cavestany, que no vea á ustedes el Ministro de Hacienda, porque las empeña para otro empréstito. Aquello era oro, lo demás, no lo parece. Navarrorreverter (eche usted erres), no sabrá la Hacienda que el país requiere hasta que asista á una boda como la de Villavieja.
Pero volvamos al baile y dejemos la política, que es danza macarena, para presentar á las hermosas charritas del oro y de las joyas, Isabel y Gerónima Galache García, Manuela y Dorotea Barco, Elisa y Marina Orive ó Isabel López. Hecha esta presentación, diré que aparece en el centro del corro monumental rosca, una plaza de toros en miniatura, llevada sobre una «mesa de pintado pino», y á continuación la pareja, María Francisca Rodríguez García y su hermano Ignacio, designada para bailar aquella simbólica golosina, que en otros tiempos se repartía entre las mozas del pueblo.
El baile de la rosca es fiesta exclusivamente nuestra, típica del país, pues sin el traje característico de nuestro campo, no resultaría esta diversión, la más agradable de todas, y más aún si los protagonistas tienen el aire y el garbo de María Francisca y la gallardía de Ignacio. Ya hubieran querido los salmantinos esta pareja para el concurso aquel famoso de bailes celebrado en la Plaza de Toros, ó para el que se ejecutó en el templete de la Plaza Mayor, cuando cayó la guillotina sobre les inofensivas acacias. Y termino esta carta, para que no sea más larga que la luna de miel que deseamos a los recién casados. Hasta otra.
EL CORRESPONSAL. Villavieja 5 de Julio de 1897.