26 de Agosto de 2002
Hace poco más de un año, en Sevilla, donde vivo, me encontré con Juan José Puente, vecino mío y paisano nuestro, el hijo de Dª Inés, y al preguntarle si vendría a Ferias me dijo que seguramente, porque el Pregonero era Manolo (el del Estanco) y a mí me dio como un pellizco porque algo que siempre veía como lejano, el Pregón de las fiestas, esta vez lo hacía alguno de mi edad. Y creo que sentí hasta algo de envidia cariñosa.
Lejos estaba yo de pensar que poco tiempo después fuera yo quien se viera en tal situación. Me sorprendió la propuesta del Alcalde y he de decir que me gustó. Tal vez por un poco de vanidad que siempre tenemos a mano. Y me vi complacido por la idea de hacer algo en mi pueblo.
Al mismo tiempo me entró también cierto reparo porque ¿qué iba yo a decir? ¿Era yo la persona adecuada para ello? Agradezco muy sinceramente a Fernando, nuestro Alcalde, su invitación, y a todos las muestras de cariño y afecto que hemos recibido en estos días.
Este momento me va a permitir también agradecer públicamente a quienes me han hecho como soy y me han enseñado a ser un hombre de bien, que es mi familia, que son, sobre todos, mis padres, Julio y Teodora.
En fin, lo único que me queda por añadir es que he recogido mis recuerdos y mis emociones, adobándolos con cariño y así os los entrego:
Como la de tantas personas en el pueblo, mi vida, la de mi familia, es de ida y vuelta. Un tiempo aquí, luego fuera, y siempre volviendo. La tierra a la que tanto queremos no es rica, no da para todos y por eso hay que salir fuera, a ganarlo, a tratar de sacar adelante a los tuyos. Y así lo hicieron mis padres. Aunque nuestra salida no fue muy lejos. Nos fuimos a la raya de Portugal, a los Saltos como se decía entonces, y allí, en el de Saucelle tuvimos nuestra casa muchos años.
Volvíamos al pueblo por Ferias, en Navidad, por la Pascua, para juntarnos con los demás, los que se quedaron y los que volvían igual que nosotros, pero desde mucho más lejos.
Como una espiral que no para de crecer, la vida nos fue llevando más y más lejos, poco a poco. Primero a estudiar a Salamanca, ¡qué buen sitio! Y más tarde a Sevilla. Allí he formado mi propia familia y desde allí nos acercamos de vez en cuando con la emoción del recuerdo de los que nos esperan y el recuerdo de los que se han ido.
Y volviendo, uno se enreda en los hilos de la memoria y se juntan cosas de la infancia más lejana con otras casi de ayer mismo.
A veces cuando voy a visitar a alguno de mis parientes, casi no reconozco las calles. Son las mismas, pero no. Aquí y allá parches nuevos les han cambiado la cara, pero también allí y acá quedan algunas señas de siempre. La peña donde jugaba de chico (pero muy chico) con Mari Jose la de María y Alejandro, y con Miguel, y con Juan Antonio, ó con Manolo el de Víctor. Mi barrio del Mocril sigue como una foto fija en mi cabeza, y como una de esas películas de cine de barrio antiguo, con sus cortes y sus rayas, con mal sonido, lo sigo viendo como era entonces al tiempo que camino. Y a los actores los vuelvo a ver tal y como eran; escucho sus voces perfectamente registradas y hasta los olores se meten de nuevo en mi cabeza.
Recuerdo las Escuelas de la Plazuela, con mi primera maestra Dª Maria Francisca, y recuerdo el camino hasta casa, con la bolsa de la pizarra y los pizarrines ¿cuántos perdería? Y recuerdo sobre todo el escaparate de la Droguería con un paquete de achicoria El Gallo y el dibujo de la marca, un gallo de colores que me atraía como un imán, hasta el punto que en una ocasión, mi madre, extrañada por lo que tardaba en volver de la escuela me vino a buscar y me encontró acurrucado en la esquina, dormido mirando al gallo.
Lo de ir a las escuelas de "pa allá" arriba ya fue algo serio. Aquello sí que era ir a la escuela, y allí sí que había maestros de verdad. ¡Qué respeto!, ¡Qué miedo algunos! Allí había que ganarse el puesto en la fila cada día y la pregunta en casa no admitía dudas: ¿quién está delante de ti? o, ¿tú cuál eres de la clase? Menudo drama si un día al leer te echaban para atrás. Antes de que llegaras a casa ya lo sabía tu madre. Las madres siempre se enteran enseguida de lo que no conviene. Y a ver cómo te escapabas. Y mentías, y te pillaban y te daban algún tortazo y cuando volvías a tu sitio más adelante corrías a decirlo enseguida y así hasta que pasabas al otro grado. Porque las Escuelas de arriba eran graduadas.
Y allí había un sitio grande para el recreo y había riñas. Igual que en la clase cada uno tenía su sitio y a diario se disputaba y los más chicos lo pasábamos mal. De siempre los más grandes y los más brutos mandaban. Pero yo tenía un primo grande que me defendía, mi primo Arturo, el de Jacinta y Nazario, y claro, ya era otra cosa.
A las escuelas de "pa allá" arriba había que llevar un vaso para la leche en polvo por las mañanas, y ponerse en cola en los recreos. Los de cristal no valían porque sólo duraban un día. Los que más se usaban eran los de porcelana pero enseguida les salían piteras por los golpes. Mi madre, como todas, nos hacía una bolsa de tela para llevarlo con unos cordones y se podía hacer girar, menudo juguete. Por la tarde había que llevar una rebanada de pan y te daban una loncha de queso de unas latas grandes, un queso que no sabía como el queso, pero te lo daban. Más tarde aprendí lo de la ayuda americana y las campañas para que los niños de entonces tomásemos leche suficiente todos los días. Cómo pasa el tiempo y cómo se nos olvida lo que fuimos hace nada.
Apenas había empezado el Segundo Grado cuando nos fuimos para el Salto, aquello era otro mundo. Allí no había animales ni labor. Aunque sólo vivimos en Villavieja los primeros ocho años de mi vida, tengo tan claros los recuerdos de entonces como si siempre hubiera estado aquí. Al recordarlos para este momento he vuelto a aquellos días. Algunas veces he contado a mis hijos cómo era nuestra vida entonces, y se les hace difícil imaginarlo. Yo guardo para mí como un tesoro precioso esos años que ellos sólo conocen por mi relato.
Vivíamos enfrente de la casa de mis tíos Honorino y Anastasia. Las puertas enfrentadas eran un pasillo para nosotros que íbamos de una casa a la otra sin parar. Ellos tenían labor, y animales, vacas, burros,... y cuando llegaba el verano y se había segado había que trillar en las eras. Y esto sí que es un lujo para mí recordarlo. Como todo lo que recuerdo de entonces la trilla era un momento espectacular, un tiovivo natural, que tú manejabas. Sobre todo si trillabas con burros, ó mejor con mulos, y podías correr porque si te ponían con los bueyes era una lata, lentos lentos y a tirones. Y los montones de paja, a subir y bajar, y tirarse una y mil veces. Recuerdo ser objeto permanente de las bromas de los mayores, pero era igual, yo estaba feliz y siempre por medio. Estorbando supongo. Y cuando cargaban el grano me preparaban un costal pequeño para que lo subiese al sobrao.
Entonces había casas con luz de día y las que no. Nosotros no teníamos luz de día. Venía al atardecer, cuando el señor Agapito le daba al interruptor, me figuro, y luego ya de noche, daban el cambio, y nos quedábamos con una luz amarillenta, con una fase sola por la escasez que había entonces. Cuando ya teníamos luz de día mi padre trajo una radio, de las de voltímetro, y por las tardes mi madre encendía la radio junto a la puerta y se sentaban en corro las mujeres a coser y a escuchar las novelas. Y por la noche daban el Parte (que eran las noticias) y los discos dedicados en Radio Andorra y Matilde, Perico y Periquín.
De todo esto y muchas más cosas me he ido acordando. Y las he ido anotando en un cuaderno. Pero no quiero que este pregón sean sólo mis recuerdos. Pregonamos las Ferias y Fiestas de 2002. El momento mágico del año en el que todos volvemos la mirada hacia Villavieja. Desde cualquier punto en el que nos encontremos.
Al igual que en cada familia las fechas importantes, cumpleaños, bodas, celebraciones,... reúnen a todos en la casa común, las Ferias son el momento importante del año para los que esperan encontrarse de nuevo. Para renovar la ilusión de la vuelta a quienes desde lejos vemos las Ferias como la llamada interior de los nuestros. De los que están allí esperando, de los que se fueron y cuyo recuerdo nos emociona porque los sentimos presentes.
Es el momento en el que los que aquí permanecen todo el año van saludándose día a día con frases que son de temporada: ¿qué? ¿Ya han venido los franceses?, Ó los de San Sebastián ó Suiza, ó de donde sea. Una especie de Parte de novedades que va animando el ambiente y dando brillo a los ojos gastados de los mayores que ven cómo se acercan los suyos.
Qué de emociones al calor de la fiesta, cuántas íntimas satisfacciones con los pequeños ó grandes cambios que se van conociendo según llegan. Qué raros nos vienen estos nietos tan largos y desgarbados, con lo chiquitos que somos en la familia. Y vaya pintas que me traen con los pendientes y los tatuajes, y las muchachas con la barriga al aire. Pero ¡qué guapas están!, ¡Qué majas!. ¡Vaya mozos que tienes!, le vocea un vecino al pasar y la abuela se esponja: ya ves, unos para arriba y otros para abajo,... Y casi siempre es necesario insistir, ¿y de cuál son esos?, ¿Y el hijo?, ¿No viene este año?, y así cada día de Agosto se va tejiendo el traje de fiesta para los últimos días del mes.
Poco a poco las calles se llenan de coches, todos con matrículas de fuera. Se ve a todas horas pasar gente, de uno a otro lado. Los bares se convierten en punto de reunión informal y en el pasar de uno a otro se suceden los saludos espontáneos, las voces recias que confirman nuestra presencia: ¿ya habéis venido? Aunque te estén viendo es preciso confirmarlo, como si no hacerlo fuera no estar de verdad. ¿Os quedáis a las ferias? Lo primero es asegurarse de que durante unos días vamos a quedarnos aquí, luego ya te preguntan por la familia, por el trabajo, en fin, por los kilos que te sobran ó te faltan, por los pelos que no tienes y si ese mozo que te saca la cabeza y mira despistado es tuyo. El cuerpo se va encajando poco a poco en los huecos de siempre, como en un traje viejo, y hasta la voz te cambia y empiezas a coger el tonillo del pueblo. Y das voces en respuesta a los cariñosos pescozones que recibes y a los espaldarazos de bienvenida que te sacuden a cada poco. Empiezas a orientarte entre caras conocidas, y poco a poco les vas poniendo nombres, los asocias a otras ferias a otros encuentros y te ves caminando con alguno hacia las escuelas, ó en un baile con alguna, y los cantares que salen espontáneos de cualquier sitio te dejan definitivamente metido en fiestas.
También puede ocurrir que te coge por en medio una quinta que celebra no sé qué año, y te ves bailando en la calle al son de una charanga y bebiendo lo que no debes y por un momento eres otra vez el quinto, el joven que volvía en los veranos y te dejas arrastrar calle abajo ó calle arriba, hasta otro bar, hasta otro corro,... estás en Ferias.
Aunque los tiempos y las costumbres han ido variando y dando forma a las fiestas, y tenemos actividades, actuaciones y festejos repartidos en muchas fechas, el comienzo de las Ferias sigue siendo la bajada de la Virgen. El sonido de campanas que la acompaña nos alerta del momento que viene. Un encuentro con nuestras raíces más hondas, y que al margen de creencias, y también con ellas, constituyen una marca y una seña de identidad. Oír la gaita y el tamboril, ver tejer y destejer el cordón con el paso menudo de las mozas vestidas de charras, y al son monótono de las castañuelas, nos produce un escalofrío por todo el cuerpo. Los cantos religiosos, los tradicionales, Villavieja de mi amor,... elevan el sentimiento de pertenencia a un grupo único. Todos, en ese momento nos vemos atados por lazos entrañables.
Y al día siguiente el encierro. Porque si hay algo que nos hace saltar de golpe (sin olvidar a los cabezudos) es la campana del encierro. Su dan, dan, dan,... insistente y provocador va calando en nuestro ánimo y nos mete prisa. Nos lleva en nerviosos paseos arriba y abajo con la gorra puesta y con la vara ó la porra en la mano.
Saludamos sin parar a los que no hemos visto antes y se nos arruga un poco la barriga al pensar un momento dónde nos vamos a poner. Porque lo de correr ya no es posible. Y casi sin fijarte te vas quedando contra una barrera, en tertulia con alguno mientras la campana sigue con su dan, dan, acelerado, desatando falsas carreras. Y casi sin mirar haces un tanteo con la mano cogida a la varola, y siempre hay alguien que te pisa y argumenta su derecho a mirar también. ¡No se preocupe señora que hay sitio para todos! ¡A ver si me van a tirar cuando vengan los toros!
De repente las carreras van en serio, se abre un vacío que anuncia al toro que no se ve, por la curva. El acelerón en el pecho es tan fuerte que casi ni respiras, ahora ya lo ves, viene al hilo de la pared de enfrente, se vuelve porque lo han llamado y se para mirando hacia donde tú estás. Con un pie en el suelo, amagando el salto, te envalentonas y lo llamas como los demás, y cuando se arranca saltas sin mirar, empujando, levantando cuanto puedes los pies del suelo, y aplastándote de mala manera contra los palos. Ya va camino de las barreras de la Iglesia al juego de dentro y fuera, que perece mentira cómo se aguantan algunos. Y allí está el "Fondaco" con su cámara, grabando en equilibrio, porque el novillo se ha vuelto al grifo y se repite el juego del laberinto entre las piedras de los bancos y la cruz. Finalmente entra en la Plaza y se produce la primera pausa. Aún están los nervios a flor de piel y se siente el bufido del animal bajo las piernas, al pasar.
El dan, dan de la campana repite el programa y de nuevo carreras, otro novillo, este tiene buena pinta para la corrida, allá va, sin apenas verlo ya está dentro. Y así hasta el final.
No importa lo que pase luego en la corrida, lo bueno es el encierro. Ver el tropel de la manada empujado por el galope de los caballos, ó ver cómo de uno en uno se abren camino hacia la plaza. Sentir la descarga de adrenalina que produce ver al toro corriendo hacia donde tú estás, y esperar el momento de saltar, de amagar bravucón una vez que ya ha pasado ó gritarle si se para enfrente.
Todas estas cosas, y muchas más, ocurren cuando vienen las Ferias. Me ocurren a mí que desde la distancia idealizo e imagino a mi pueblo porque lo veo poco. Pero esto es así porque Villavieja tiene VIDA, con mayúsculas. Si, como dice el Sr. Alcalde, hay hogaño pájaros nuevos en los nidos de antaño, hemos de confiar en que las nidadas sean buenas, tanto al menos como las que han hecho posible la Villavieja que disfrutamos.
Me emociona y llena de orgullo el carácter solidario de mi pueblo. El afán colectivo de hacer cosas para todos y de aportar cada uno un poco para juntarlo y hacer mucho. Emociona ver tantas y tan variadas Peñas, hasta de niños chicos, semilla de Grupo, de unión, de manos unidas que seguirán durante años tejiendo una red de compañeros que no te van a dejar nunca.
Las fiestas son esto sobre todo. El enorme esfuerzo de todos, de algunos más, de los de siempre, de los que se lo toman como cosa propia y no descansan hasta que todo está en su sitio, pero siempre con el apoyo de todo el pueblo, del afán por que todo salga bien, sea divertido y agradable.
Y eso es un valor añadido de Villavieja. En Villavieja las Ferias son diferentes. Son acogedoras, generosas, uno se siente a gusto aquí. Y ocurre porque así es la gente de Villavieja, así sois vosotros, así somos la gente de nuestro pueblo. Porque cuando nacemos, nos hacemos dueños de una pequeña parte de nuestro pueblo. Nuestro pueblo, que está hecho de muchas pequeñas partes de todos sus hijos y que no sería igual si faltara alguna por pequeña que sea.
¡VIVA VILLAVIEJA! y ¡VIVA LA GENTE DE VILLAVIEJA!
Amén y felices fiestas.