Gracias á la campaña moralizadora del ínclito La Cierva, á quien, pese á todas las criticas, no se puede negar que está realizando valientemente una obra buena, hemos pasado las fiestas de la Ofrenda en medio de la mayor tranquilidad. La supresión de la corrida de novillos tradicional, trajo el desaliento, y ni funciones teatrales, ni bailes, casi hubo. Quedó probado que las fiestas sin cuernos por aquí, apenas son fiestas, y que ellos, los cuernos, son el espectáculo más agradable y el de atracción mayor. Verdad es que aquí, donde hay de sobra novillos y novilleros, donde muchas veces han bastado seis ú ocho horas á personas de buen humor para organizar una corrida y traerla, aquí, sin embargo, no ha producido desilusión ni disgusto grande la supresión de la de ahora. Recuerdan los labradores que en el año pasado quitó la corrida de la Ofrenda unos centenares de fanegas que sembrar en buena sazón, las cuales después no se sembraron ó se sembraron en condiciones pésimas, y este recuerdo les sirve de lección. Por frivolidades ó cosas fútiles, dejar lo que importa, no es buen proceder, y además, se van convenciendo estos ganaderos de que las corridas son fiestas bárbaras que tienen que desaparecer. Solo que se duelen de que no se respeten los intereses que á la sombra de ellas se habían creado y, en cambio, se favorezca a los dueños de toros de cartel. Y en esto tienen razón. Si es que los Miuras, Veraguas, Aleas, etc., han de gozar del privilegio de vender sus toros á peso de oro para las plazas, que no se quite á éstos el de vender novillos á peso de plata. Lo menos que pueden pedir es la equidad, y si éstos pierden 100 pesetas en cada novillo, que pierdan aquéllos 1.000 y destinen sus reses, como éstos en el año presente, al matadero o a uncirlas en carretas. Porque aquí no se cree que la supresión de las novilladas de pueblo obedezca sólo á fines de cultura y de crear costumbres buenas. Si fuera por esto, ningunas mejor suprimidas que las corridas de ciudad. Al cabo es en éstas en las que se ven actos más bárbaros que en las simples capeas, y actos que son presenciados, por lo común, por las gentes cultas, por la aristocracia del saber y del dinero, por las clases directoras del pueblo, á las que por bien de éste y por su propio prestigio, convendría rehusarles motivos de incultura. Los de los pueblos, incultos somos ya y seguiremos siéndolo con ó sin capeas, sino viene de otro lado el remedio. Escuelas de verdad, maestros de veras..., pero en todo caso, bueno es pan y tortas. Atrévase, señor Ministro, á fijar en la Gaceta el siguiente bando: En ciudades, en pueblos y en aldeas se prohiben corridas y capeas
19 de octubre de 2012
La "Ofrenda" (1908)
En febrero de 1908, el ministro La Cierva dictó la famosa real orden a la que aludíamos con aterioridad y en la que se prohibía correr toros ensogados y en libertad por las calles y plazas de las poblaciones. Sólo se permitían en aquellas localidades en las que hubiese una plaza de toros o en aquellas donde se habilitasen una serie de dependencias que fuesen acreditadas mediante los correspondientes reconocimientos periciales. Además había que dejar constancia previamente del número de reses a torear y de las personas que se iban a encargar de la lidia, sin que se permitiese intervenir a ninguna otra. Fue, como se ve, un primer intento de regular este tipo de festejos populares, y que se tradujo en la desaparición, ese año, de muchas corridas populares. Por ejemplo, las de la "Ofrenda" de la Virgen del Rosario de Villavieja. Aquí tenéis la crónica publicada en “El Adelanto” el 17 de octubre de 1908.