Traemos hoy otra Ilustración de Francisco Javier Parcerisa (1803-1875) para la obra Recuerdos y bellezas de España. Representa la Torre del Clavero de Salamanca.
Y a propósito de dicha torre. En 1915 publicó el semanario ilustrado La Esfera una leyenda salmantina escrita en verso relacionada en parte con dicha torre. Es la siguiente:EL CRISTO DE LOS AGRAVIOS
(LEYENDA SALMANTINA)
En tarde libia y riente,
de fresco y florido Mayo,
después que nubes plomizas
enturbiaron el espacio,
salió el Sol, luz y alegría
por doquiera derramando.
Quieta la ciudad que á Roma
emuló por sus palacios,
marcha en un soberbio potro
doncel gentil y gallardo,
en los torneos y ciencias,
tan valiente como sabio,
henchido de gozo el pecho,
por querer y ser amado,
entero el mundo parece
se le ha rendido á su paso.
Llega al trote á una plazuela
de verde espaciado campo
donde se levanta enhiesta
la torre que, dominando
de la muralla el recinto,
del Clavero la han llamado.
Apoyado en un alféizar,
ve de su adorada el brazo,
de elegante y fino escorzo,
hecho de jacinto y nardo;
son cual la granada abierta
sus mejillas y sus labios,
y tan bellos son sus ojos,
que es su mirar un halago,
y al cielo envidia le causa
verse en ellos retratado.
Caen en su frente los rizos,
cual de dos haces los rayos,
que forman rubias guedejas
en sus hombros descansando.
Al pasar pica de espuela,
vibra el eco de los cascos,
y espera con el sombrero,
de frescas flores el ramo
que arroja todos los días
aquella dama á su paso.
Mas es inútil empeño,
esta larde espera en vano,
porque la niña no vuelve,
que la ventana ha cerrado.
Detiene, loco, impaciente,
á su nervioso alazano,
y aunque tres veces se aleja,
tres se vuelve suspirando.
Ya no se siente orgulloso
al trote de su caballo,
sino que ve en todas partes
la sombra del desengaño.
Si el galán sufre desvíos,
también doña Carmen pena,
ya que entretanto en la torre,
que escudos nobles ostenta,
donde guardaban las llaves
de la ciudad fortaleza,
la fuerte voz de don Diego
en los ámbitos resuena,
y con tonos de amargura
la dice de esta manera:
«He visto ya de don Lope
con sus armas y sus señas,
en la que hiciste primores,
una bordada leyenda.
Mas, hija mía, te advierto,
por si le estimas de veras,
que el único hombre ha sido
que me ha humillado en la tierra,
y, antes que con él casaras,
prefería verte muerta.»
Como conoce del padre
el carácter y entereza,
sin replicarle palabra
buscó alivio á sus querellas.
Cuando el luminar del día
remontó por el ocaso,
fue doña Carmen al Cristo
llamado de los Agravios,
y, en su presencia, de hinojos
le decía sollozando:
«Si ante tu pasión quisiste
que el dolor fuera menguado.
Siendo yo mujer y débil,
¿cómo podré sufrir tanto?
Ya que al golpe del martillo
crujieron tus pies y manos
y brotó sangre preciosa
de la herida del costado.
Por amor todo lo hiciste,
sé mi guía en este caso.
Llevo dentro de mi pecho
la imagen de mi adorado;
por vivir su vida vivo,
y sólo tengo el encanto
de ver la luz de sus ojos
y disfrutar del regalo
que sus acentos me causan
cuando le escucho á mi lado.
Tengo un padre tan severo
como completo hijodalgo,
y quiere que con justicia
dirija siempre mis pasos;
de sus amores me priva
por los que tanto he penado.
¿Obedezco mi capricho?'
¿Obedezco su mandato?»
Y al decir que si seguía
los paternales dictados,
la cabeza de aquel Cristo
se nimbó de claros rayos,
adquirió vida su rostro
por el dolor contristado
y la giró sobre el cuello
hasta su pecho bajando.
La niña, toda aturdida,
se llenó de horror y espanto,
cayó al suelo sin sentido
como presa de un desmayo.
Ya es la vida de la dama
para don Lope un misterio,
ni ve su expresión risueña,
ni ve su cara de cielo,
é ignora cuál es la causa
de inesperados desprecios.
Mas si le abrasa el cariño,
más le devoran los celos;
pero sabida la escena
del milagroso portento,
esperó hasta que la noche
tendiera su manto negro,
á fin de que las tinieblas
encubrieran sus intentos.
Hacia la ermita del Cristo
dirige su paso incierto;
fuerza la puerta con rabia
en que se enciende su pecho.
Al sentir de aquella estancia
el religioso silencio,
se intimida y acobarda
en sus torcidos deseos.
Mas lleva la obsesión fija
de los amargos despechos
y de un salto sobre el ara,
sin temor al sacrilegio,
con sus esfuerzos arranca
aquel bendito madero,
cayendo sobre las losas,
entre horrísonos estruendos.
Enajenado y confuso
ó por sus delirios ciego,
deshace con golpes de hacha
aquel sacrosanto cuerpo
y busca en la paz del campo
descanso de sus tormentos.
Vagaba solo, indeciso,
por los montes y cañadas,
mas el fragor de los truenos
su conciencia torturaba,
creyendo oir el crujido
de los golpes de su hacha
con que deshizo la efigie
en aquella noche aciaga.
Y figuraba su mente
ver una cruz retratada
al fulgor de las centellas,
entre arreboles y llamas.
Clavado el cuerpo de Cristo,
abiertas las cinco llagas
y otras heridas que él hizo
en la imagen veneranda.
De sí mismo huir quería
con aullidos y alharacas,
y cuentan los campesinos
que las noches se pasaba
delante de un Crucifijo,
arrodillado á sus plantas,
después único consuelo
de su vida desdichada.
Mariano de SANTIAGO CIVIDOÑES
Salamanca