7 de junio de 2012

Desgracias de primera

Hace ya cien años se comenzaban a notar los terribles efectos sobre la vida de las personas que tenía la aparición de los automóviles en las calles y caminos de nuestras ciudades y pueblos. Y también el diferente tratamiento con el que la prensa solía recoger este tipo de accidentes. Había desgracias de primera y desgracias de segunda o tercera. Traemos hoy a estas páginas una reflexión publicada en El Adelanto hace ahora justamente cien años.

Desgracias de primera

Conmovedora es siempre la desgracia, y más si se exterioriza con sangre, y más si la desgracia se ceba en personas de la alta sociedad. Porque la desgracia, recayente en uno ó más congéneres nuestros, hiérenos en el espíritu fraternal que nos anima, y represéntanos la hora en que, como hijos de una misma madre, podemos hallarnos en idéntica situación a la de los desventurados; y porque la sangre es muy escandalosa, y porque los seres distinguidos están por encima de las muchedumbres, rasas, anónimas, obscuras, y éstas los ven a ellos, mientras ellos no ven a las muchedumbres, no reparan en sus atómicas y conglomeradas individualidades, cuando ellos caminan en sus automóviles raudamente, vertiginosamente. Así, notareis quizá que un día y otro mueren, aplastados, despanzurrados, laminados por los automóviles, hombres, niños, mujeres, jóvenes y viejos, pues la fuerza no repara en sexos ni edades, y como esas víctimas pertenecen a las clases humildes, con cuatro líneas a manera de epitafio gratuito puesto en los periódicos de gran circulación, pasan al otro mundo sin ser vistos ni escuchados. Pero estos días se trata de personas relativamente notables, de una clase intermedia, que montan en auto por derecho natural ó cuando menos adquirido, ¡y cómo llenamos las planas periodísticas con el relato circunstanciado del tremebundo drama! "Ayer tarde fue atropellado por un automóvil un anciano de setenta y seis años. Murió instantáneamente. El chauffeur fue detenido." Este es el cliché estereotipado para los míseros peatones, para las víctimas sin clasificación extra. Y lo propio se escribe si en vez de un anciano se ha convertido en cibera ó papilla una mujer del pueblo, un chiquillo medio golfo, un cesante con seis hijos y la esposa embarazada. En casos como el último, allá van columnas y columnas, retratos y arte gráfico decorativo como el que pide Domenech, en El Liberal, para ilustrar debidamente el luctuoso suceso. Y es sumamente fácil evitar desgracias de esa índole: "con no subir a un automóvil... Qué cosa más sencilla; ¿verdad? Lo otro no hay quien lo evite, porque el auto se viene sobre uno... y ¡zás! ¡No somos nadie! En fin, no hay libro malo que no tenga algo bueno, y no hay labor periodística que no traiga su miaja de salvación; esas reseñas tan magníficamente decoradas donde se ponen tan de relieve los peligros del automovilismo para los mismos automovilistas, acaso refrenen el ímpetu de estos señores, resultando una ventaja que no han obtenido, en bien de todos nosotros, el alcalde saliente y el entrante de Madrid, con aquellos frenos reguladores, contensivos, etc., tan anunciados, tan cacareados.

ARGOS

El Adelanto, 29 de Febrero de 1912