3 de noviembre de 2010

Costumbres populares. Boda de charros

Transcribimos hoy un pequeño relato original de Mariano Arenillas Sainz, publicado en la revista "Basílica Teresiana" del mes de noviembre de 1919.


COSTUMBRES POPULARES

BODA DE CHARROS


Aquella noche la cocina de la "Dehesita” estaba más animada que de costumbre. La llegada de mi tío había sacado de quicio a todos, y los cabreros abandonaron el chozo; los vaqueros la majada; el tío Quico la carbonera; y hasta Sebastián, el montaraz, procuró dar la última "vuelta” más pronto que de ordinario, a fin de estar en la casa antes de que el sol otoñal se perdiera entre las encinas del monte.

Mi tío, sentado en el escaño de la cocina, bajo la gran chimenea de campana, pasaba revista, con un placer que delataba la sonrisa de su cara, a los habitantes de aquella pequeña república, alumbrados por la luz oscilante de un humoso candil que pendía del ennegrecido techo.

Allí se enteró de los cabritos que guardaba el chivetero, de la indignación de Sebastián contra dos "buenas piezas” a quienes cogió in fraganti cuando se disponían a envenenar con beleño las tencas de la charca de la “Fresnera”. Supo cuan brava era una "rabona” recién parida que al lado del ternerillo, no había fuerzas humanas que la hicieran abandonar los tomillares, y el "arregaño” que el tío Quico tenía a los estudiantes de la “ciudá” porque el domingo anterior, dos enamorados de la Instituta le ajustaron la carga, pero con la condición de que el carbón fuera blanco.

- ¡"Jolgazanes” del diablo, los condenados! -decía con enfado mal reprimido por la presencia de mi tío.

Este "punto” se estaba discutiendo, cuando los perros anunciaron que alguien rondaba las puertas de la casa.

— Serán los de la boda que vendrán a convidarles a ustedes, dijo Antonia la montaraza, mientras agitaba la liebre que cocía en el puchero, y cuyo agradable tufillo subía hasta mis narices.

Salió Sebastián a enterarse de quiénes eran los rondadores nocturnos y a poco entraron con él, gorrilla en mano, dos apuestos majetones y buenos mozos, con sus botines acharolados sobre los que caían dos borlas negras de seda, semejantes a las que usan los toreros en el traje de "luces”, y las cuales sujetaban a las rodillas los ajustadísimos calzones de paño negro; "mediavaca” a la cintura; colgantes de plata de doble hilera, en el rameado chaleco de terciopelo y en las bocamangas de la chaqueta corta; y el consabido botón de oro con brillantes cerrando el blanquísimo camisón de hilo de bien calada pechera.

—Buenas noches nos dé Dios—dijeron a la par los visitantes, mientras mi tío les ofrecía la mano para saludarles. Yo hice otro tanto, y en verdad que me pesó bien pronto, porque tal fué el apretón que me dieron los amables charros, que vi hasta las estrellas de novena magnitud.

Comprendí por el modo con que mi tío los recibía y por la apostura con que se presentaban, que aquellos eran charros, pero de los "majos”, y Antonia estaba en lo cierto cuando dijo que eran los de la boda.

Hacía dos meses que no se hablaba de otra cosa por aquellos pueblos y lugares, y a juzgar por las víctimas y preparativos: carneros y vacas, conejos y liebres, perdices y gallinas, "maimones” y "arroz dulce”, quesos y natillas, todo indicaba que aquellas bodas iban a dejar tamañitas a las célebres de Camacho. Y así tenía que ser, porque, según supe luego, todo el pueblo estaba convidado y la mitad de los limítrofes.

Pero volvamos a nuestros charros. Uno era el hijo del alcalde del pueblo inmediato, el novio, marido desde la mañana de aquel día, de la hija del juez, la más frescachona charra en diez leguas a la redonda. El otro era un hermano de la novia, y no llevaba otra misión que la de dar más solemnidad y doble carácter al convite que para ir a la "tornaboda” nos hacía su cuñado.

Habían sabido nuestra llegada "na más parar el baile” y allí estaban dale que le das, batallando con mi tío y conmigo, que nos excusábamos de asistir; mi tío de corazón, porque le molestaba el barullo, y yo de cumplimiento, porque deseaba encontrar coyuntura favorable para decirles que iríamos; resolución que al fin y a la postre fue el remate de aquella visita nocturna, pues mi tío, no encontrando salida más honrosa ante una insistencia tan pesada, dijo encogiéndose de hombros:
—En fin, lo que "éste” diga.

Y lo que yo dije, dando una palmada cariñosa en la espalda del novio, fue que nos esperasen el día siguiente, de mañana y antes de misa.

Corrió la jarra, oyéndose las frases de "que haiga salú”, "que Dios nos la conserve” y "de hoy en un año” y tuve la precaución, aunque de ello protestó la montaraza, de quedarme en la una mano con el candil y en la otra con la jarra, a fin de evitar que al despedirse los charros me descoyuntaran los dedos.

Fuéronse satisfechos y con ellos, ya cenados y medio dormidos, los demás contertulios de la cocina, a excepción de Sebastián y Antonia, que nos hicieron los honores hasta que levantamos los reales para irnos a la cama, no sin antes apurar, entre trago y trago, la media fuente de la liebre, y tras ella el último cigarro de la noche.

Sebastián me había dicho mientras cenábamos y contestando a mis preguntas, que la "tornaboda” sería muy animada puesto que habría "abrazados” y "rosca”.

Esto aguijoneó mi curiosidad y me acosté con tantas ganas de que amaneciera, que apenas pude pegar los ojos, y dando vueltas y más vueltas, vino a sorprenderme el día.

Tan rica era la leche, fabricada con esencia de tomillo y manteca pura, que mi tío y yo no tuvimos reparo en echarnos al cuerpo un cuartillo del blanquísimo licor, que cayó sobre el chocolate a las mil maravillas. Y ya con este desayuno, montóse mi tío en un borrico y tomó el camino del pueblo, mientras Sebastián y yo, esperando ver algún conejo, le seguíamos con las escopetas al hombro, como si fuera un reo a quien llevaran al patíbulo.

La mañana estaba fresca y el cielo despejado, lo cual indicaba que el día no sería de los peores de Noviembre.

Después de media hora de camino sobre la alfombra de hojas secas desprendidas de los robles, llegamos a un altozano, desde donde se veía, bajando la ladera, un extenso prado cubierto de fresnos que, entonces desnudos de hoja, parecían escobas gigantescas, y por entre los cuales serpenteaban varios arroyuelos de agua muy cristalina. Era la Fresnera, cerrada por un vallado de espino artificial; allí estaba la charca de las tencas que la noche antes habían querido envenenar, y como a un tiro de fusil desde la linde del prado, y enfrente del camino que seguíamos, sobresalía un grupo de casas capitaneadas por la sencilla torre de una iglesia y cerrando todo el cuadro, montes de encinas, robles y alcornoques se divisaban por todos lados hasta perderse muy lejos.

—¿Qué hora tenemos?—preguntó Sebastián a mi tío mientras bajábamos la cuesta.

—Van a ser las nueve y me parece que a este paso no llegamos a misa, le contesto a la vez que espoleaba al paciente rucio.
—No tenga prisa, señor, porque "he venío con cuidiao” y no he oído las campanas.

Aun no había dicho esto Sebastián, cuando sonó un repique alegre, bullicioso, como de día de boda. Yo aceleré el paso deseando llegar al pueblo; el montaraz animó al burro y el animalito, como si adivinara el pienso que le aguardaba, se entró por el prado con un trote cochinero que maldita la gracia que le hacía a mi tío, persona poco amiga de bailes y menos de los de albarda.

Sin otro contratiempo llegamos al final del viaje, parándonos a la puerta de una modesta casa, pero que comparada con las demás de la calle, era bastante lujosa; de un solo piso, fachada de piedra, canalones, dos grandes ventanas y dos enormes cantos rodados haciendo pendant a los lados de la puerta. Allí estaba un mozalbete que, como si se supiera la lección al dedillo, apenas si dio tiempo a que se apeara mi tío del burro, al cual metió de puertas a dentro sin decirnos más que "ya estaban tóos pá misa hacía la mar de rato”.

En vista de esto allá nos fuimos nosotros también, encontrando en el atrio de la iglesia lo menos cincuenta charros con sus largas capas de esclavina con picos, y entre aquéllos, nuestros visitantes de la noche anterior; pero el sacristán debía de estar a nuestra espera y no nos dio tiempo ni para cumplir con los saludos de ordenanza, porque tocó las todas y entramos como las ovejas, juntos, entre pisadas y estrujones sin cuento. El novio nos llevó al "banco de la justicia” sin que hubiera medio de resistir so pena de armar un escándalo en la iglesia. Oímos la misa, por mi parte con bien poca devoción, porque los berridos del coro compuesto de los mozos de más pulmones del pueblo, que para cantar mejor, según supe luego, se habían desabrochado el cuello de la camisa, y el humo de los hacheros y los colores de los manteos de las charras, verdes, amarillos y colorados, me marearon de tal modo, que estuve a punto de salirme, y ojalá que así lo hubiera hecho, pues para colmo de sustos, cuando más silencioso estaba el templo, que era en el momento de alzar, sonó la dulzaina juntamente con un tan formidable redoble de tambor, que me dejó sin gota de sangre.

Por fin terminó la misa, pero al salir nos esperaban emociones más fuertes todavía.

Una mojiganga compuesta de hombres y mujeres, nos aguardaba en el atrio; ellas, capitaneadas por una que más que mujer parecía un sacudidor (tales trazas llevaba) sostenían un elevado palio de colchas, y ellos presididos por un charrote feo, vestido a guisa de obispo, con mitra de cartón, se apiñaban junto a un carro que tenía las ruedas, teleras y pértiga, cuajadas de cencerros cuyo sonido junto con el del tamboril, la dulzaina y la gritería, era capaz de ensordecer al más acostumbrado a ruidos infernales.

Cuando salimos de la iglesia mí tío y yo, ya estaban en el carro los novios, los padrinos y los tamborileros, pero por lo visto faltábamos nosotros, porque el obispo dirigiéndose a mi tío, le porfiaba para que subiera, no consiguiéndolo gracias a los respetos y razones que mediaron. Yo estaba tiritando, porque cualquiera cosa podía esperarse de un hombre "así”, cuando vi que se encaró conmigo dispuesto a no andar con tantos miramientos con "el joven” como él me llamaba. Porfié, pero sin poder evitarlo, me sentí cogido como entre dos tenazas, y llevado en hombros como un muñeco, allá me echó el charro a modo de costal de patatas, yendo a dar con mis pobres huesos a los pies de la madrina que no cesaba de reír la broma a carcajada limpia. Empujaron el carro los más fornidos y en medio de un estrépito horrible y seguidos de las del palio que nos incensaban con humazo, llegamos a las afueras.

Paró la comitiva y echamos pie a tierra, y quieras que no quieras, después de mil empellones, colocaron sobre los bien nutridos pestorejos de los novios un yugo colosal al que se enganchaba un arado, y entre sudores y fatigas, les obligaron a hacer un surco, martirio que yo no hubiera resistido seguramente si me ponen en aquel trance, aun a trueque de echar por tierra mis aspiraciones matrimoniales.

No sé quién llevó recado de que la rosca ya estaba, preparada, y esto bastó para que al compás de la consabida orquesta desuncieran a la original yunta y nos encamináramos a la plaza, en donde ya nos esperaban el señor cura, mi tío y otros graves charros, sentados en sillas y enfrente de ellos un enorme maimón bañado y lleno de banderolas, sobre una mesa adornada con pañuelos de seda de variados colores.

La rosca de los charros viene a ser algo parecido al bollo del padrino que se usa en la maragatería, con la diferencia de que éste lo gana el que más corre a pie y aquélla el que mejor baila.

Formóse un corro más que regular y comenzaron los acordes de la charrada, saliendo los bailadores con sendas castañetas a disputarse el premio. A las esquinas de la mesa solían pararse haciendo con los pies hábiles "punteados”, hasta que un charro fuerte y guapote, entre los aplausos y vítores de todos los circunstantes, se ganó la rosca que allí mismo repartió como pudo y Dios le dio a entender, entre grandes y chicos.

Varió la sonata, señal de que se iba a espigar la novia, lo cual consiste en entregarle los regalos que cada cual quiera hacerle, bailando con ella, al son del tamboril y dulzaina, y se presentó la madrina primero, bailando con la novia, ofreciéndole una canasta llena de yo no sé qué cosas de lienzo y tela; siguieron a la madrina las demás mujeres casadas y solteras, llevando unas platos, otras pucheros y todas objetos necesarios en el hogar; luego comenzaron los hombres precedidos del novio, y sus abrasados consistían en dinero, que algunos colocaban en la boca obligando a la novia a que lo cogiera con los dientes, escena que excitaba la risa de cuantos la presenciábamos.

El padrino anunció que ya iba bien pasada la hora de la comida, cambiaron de tocata los tamborileros y tras ellos nos encaminamos todos hacia la casa donde cuatro horas antes habíamos parado el tío y el sobrino, Sebastián y el rucio.

Hasta de los corrales habían hecho comedores colocando en medio de ellos grandes tablas a guisa de mesa sobre pilastras de adobes, y allí fue donde "se cortó el bacalao” porque en las salas los comensales, presididos por el señor cura, mi tío y los padrinos, eran gente más grave y sesuda. Los montones de huesos que aparecieron luego debajo de cada silla denunciaban la potencia digestiva del convidado, siendo nota general que la de todos era de primera clase.

Fuéronse las mujeres a peinar y vestirse mientras los hombres jugaban al mus y a la brisca, a la calva y a la pelota, y a pocas horas pasadas en estos entretenimientos comenzó el baile, que fue lo que más me gustó y conmigo a mi tío, que se hacía lenguas alabando la apostura y continente de los mozos y el donaire y gentileza de las mozas; aquéllos, vestidos como el novio cuando nos visitó la noche anterior en la cocina de la Dehesita, y éstas, como la novia, que les servía de modelo; y en verdad que la muchacha estaba tan guapa y bien aderezada con el originalísimo traje de charra, que bien quisiera tener la habilidad de retratarla en el papel para ponerla a la vista de todos.

Más bien alta que baja, gruesa que enjuta, ojos negros y retozones, veinte años contaba según delataba su moreno rostro, y como remate de sus encantos naturales, vestía: calada media blanca que iba a esconderse en el escotado zapato de terciopelo bordado con caprichosos dibujos de oro; "manteo de vuelta” rematando en una tira también de terciopelo que se ajustaba al talle; un mandil de paño fino con faralá de raso y lentejuelas dejaba ver en parte la faltriquera con fleco de oro y bordados iguales a los de una larga cinta de gró que caía por detrás sobre el manteo; jubón de terciopelo negro con bocamangas bordadas y adornadas con colgantes de oro a guisa de botones; pañuelo blanco salpicado de lentejuelas encima de la almilla y sobre él el dengue haciendo juego con la cinta; otro pañuelo de encaje blanco que cubría la cabeza aumentaba la hermosura de la cara, sin contar con el tono original que la prestaban el calado moño, los rizos con horquillas de oro y multitud de cruces, sartas y aderezos que caían sobre el pecho. En suma, que si Sebastián no me dice que mi tío estaba impaciente por volver a la Dehesita, allí hubiera seguido hora tras hora contemplando a las parejas que tenían trazas de no cansarse nunca, a juzgar por los bríos con que seguían bailando su charrada.

Mucho instaron padrinos y novios para que prolongáramos la visita, pero el borrico esperaba y no debíamos impacientarle; así es que poniéndose el sol salíamos de regreso, mi tío rendido, Sebastián pesaroso de haber abandonado tanto tiempo su montaracía, yo con la cabeza descompuesta, y el rucio deseando llegar a casa, pues por las malas pulgas que llevaba se echaba de ver que nadie le había atendido y allí donde todos comieron cuanto les vino en ganas, tuvo el infeliz que contentarse con las sobras de los pesebres.

Cuando sentíamos ya el fresquecillo de la noche, oímos la voz de Antonia, la montaraza, que salía, candil en mano, a recibirnos y, no quisiera engañarme, pero al mirar como despedida hacia el pueblo que acabamos de dejar, me pareció percibir de un modo confuso los alegres ecos de la boda entremezclados con el murmullo del aire al rozar en las copas de las encinas.

Mariano ARENILLAS SAINZ.