23 de Octubre de 1927
LA MURALLA DE MI PUEBLO
Gusto de pasear en la muralla siempre que la ocasión me lo brinda. Y de todos los accesos a ella, elijo el de la rampa de la batería.
La suave pendiente de esa rampa, que oculta en su comienzo la visión del panorama, obra la maravilla, en cada paso de avance por su repecho, de ir elevando lentamente del fondo del valle, ante los ojos del que sube, todas las glorias de la vega.
Ya en el regazo de la batería no puedo menos de permanecer unos minutos asomado a su magnífico balcón, subyugado por el soberbio paisaje que descubre.
¡Qué bien se domina desde esta altura toda la parte sur de la espléndida campiña de Miróbriga! Abajo, muy abajo, el río, el puente, las frondosas alamedas, los rectángulos labrados de las huertas, el arrabal. Luego las viñas, los prados, los encinares de las dehesas, y por entre aquéllas y éstos las blancas carreteras, rizadas de trecho en trecho por las nubecillas de polvo que levantan los automóviles. Y un poco a la izquierda, como fondo severo y cierre bravo del paisaje, la sierra ingente de magníficas tonalidades azules.
En los días serenos y luminosos, este balcón de la batería nos asoma a un paraíso sobre el que se vierte "toda la luz que de los cielos baja". En los días hoscos y grises, de vendaval y de lluvia, nada más soberbio que contemplar desde tan excelsa altura el caer y batir de los elementos sobre la dilatada campiña.
Cuéstame siempre un esfuerzo separarme de ese mirador para comenzar mi paseo por la muralla; porque no es sólo el encanto del panorama lo que allí me detiene. La fábrica gallarda del castillo (más gallarda aun sí no ocultasen su primer cuerpo pegotes de locales sórdidos, antiestéticos e inútiles) proyecta sobre este lugar todo el prestigio de viejos años y de pasadas glorias, y no le es fácil al espíritu sustraerse a la dulzura de la evocación con que impregna aquel ambiente la antigua fortaleza, como tampoco le es fácil al oído dejar de seguir escuchando en aquella calma y rodeado de la gravedad de la altura, el alegre y delicioso concierto que sube de la vega.
Cuando ya encamino mis pasos hacia lo mas angosto de la muralla, los guirris me siguen un trecho envolviéndome en los raudos giros de sus vuelos.
En el saliente que forman la primera garita y el esquinazo del hospital, hay siempre una ráfaga de viento que nos empuja. Suenan después a hueco nuestras pisadas a todo lo largo del estrecho callejón que corre sobre la Puerta de Santiago, y a su final se pronuncia la curva de la muralla, descubriéndonos nuevos encantos de la campiña mirobrigense. Los Cañitos, las huertas de Taravilla y de Arjona, la Caridad, las ruinas de su Monasterio, la Peña de Francia.
En este punto de la muralla en que comienza su parte más ancha, fuerza es detenerse de nuevo para asomarse otra vez a su parapeto. Desde aquí, no sólo se domina otro panorama soberbio. Desde aquí, en alguna ocasión, he visto a los aviones militares salvar las cumbres de la cordillera, aterrizar en las praderas cercanas a la Caridad y volver a remontarse sin haber gozado apenas de su reposo, porque al divisar enfrente, como nido de águilas de acero hecho en la cima del teso de Miróbriga, la cintura de piedra de esta muralla, no han podido contener el ansia de venir volando en derechura a ella con todo el intenso palpitar de sus motores, alma de esos pájaros, dándonos la sensación de que intentaban posarse en el interior de su recinto.
Desde aquí también, en el agonizar de muchas tardes serenas, he gozado de la maravilla de ver salir la luna tras los cárdenos picos de la sierra.
Sigo mi paseo lentamente, cambiando con frecuencia mi saludo con las personas que, en dirección contraria a la mía, vienen dando la clásica vuelta a la muralla. Ahora son unos militares retirados, luego dos o tres sacerdotes, más allá un grupo de señoras que sale de la novena. El revellín de la Puerta del Sol sirve de ancho palco a los habituales espectadores del partido de pelota que los soldados juegan abajo, en el foso. Y corriendo por encima de las banquetas, van y vienen los chiquillos saltado las cañoneras. Cuando ya llego a la mitad de la curva de la muralla, el revellín de la Puerta del Conde me ofrece propicio lugar para detenerme nuevamente. El tráfago de la población con el Arrabal de San Francisco se observa con todo detalle desde la altura de esta atalaya heroica. Me siento en el borde de su cornisa y escucho la voz del viejo baluarte que me dice: "Yo soy el regazo de todos los ecos y palpitaciones de Miróbríga; yo soy el mejor testigo de sus hazañas, de sus heroísmos, de sus actividades, de sus virtudes, de sus amores, de su vida. Bajo la bóveda que yo corono y defiendo, vi salir muchas veces, llenos de ardor patrio y regresar con los laureles de la victoria, a los bravos lanceros de don Julián. El heroísmo de los sitios culminó escudado por mi coraza de piedras, y fui el centinela de la plaza que más estoicamente siguió todos los episodios de la lucha. A mí llega, en los bulliciosos días de Carnavales, toda la algarabía de la ciudad, desde que el sol alumbra, y soy el magnífico mirador que los farinatos eligen para ver entrar en el recinto amurallado toda la majeza de los encierros, como soy también, en los espléndidos días de San Sebastián, el primer balcón al que Miróbriga pone la colgadura de sus fervores, para recibir al Santo que sube del Arrabal lleno de gloria, sostenido por hombros de devoción y de fe.
Desde mi altura, en más de una ocasión, corazones de madres y de enamorados han agitado el blanco pañuelo de su pena, despidiendo el tren que allá lejos, por el puente de San Giraldo, se llevaba pedazos de sus vidas, y a diario presencio, por la calzada que se extiende a mis pies entre los fosos, el desfile de las ilusiones juveniles que van a la Glorieta y que unas veces regresan del paseo deshojadas y otras cogidas del brazo del amor"
Cae la tarde. La voz del viejo baluarte calla para recoger solemnemente en su seno las campanadas de la oración que desgrana la torre de la Catetral.
Desciendo del revellín y sigo mi paseo. Tiene la muralla en este trozo de la Catedral y del Seminario un recogimiento que purifica el alma. En la soledad que el paraje ofrece, los muros de la religión y de la patria que se alzan a nuestros lados, templan el espíritu, encaminándolo a los más nobles ideales, y una lápida conmemorativa que a la derecha descubrimos entre dos cañoneras, nos dice, con letras claras en blancura de mármol, que no hay brecha que no se cierre en las fortalezas y en las almas cuando el amor a Dios y al pueblo que nos vio nacer es guía de nuestros actos. Un poco más allá vuelvo a detenerme, para asomarme por última vez al parapeto de la muralla. Bajo un cielo de estrellas sosiegan los campos. Duermen las huertas de Santa Cruz y las alamedas arrulladas por la suave canción del río. Otras canciones que salen del cuartel, que tengo a mi espalda, y que suben de las tenerías y del puente, ponen ecos de ilusiones mozas en la solemnidad de la noche, mientras allá, en la lejanía, señalan el paso del expreso un silbido agudo y un foco de luz que avanza.
Minutos después me encuentro de nuevo en la batería, completando así la vuelta a esta cintura de piedra que abraza amorosa a la ciudad, y conforme voy adentrándome en ésta, voy repitiendo la oración que dice:
¡Muralla de Miróbriga; tú eres un encanto! ¡Quiera Dios que nunca el tiempo desmorone tus sillares gloriosos! Y quiera Dios también que no se les ocurra jamás a los hombres clavar en tus muros la piqueta que destruye a pretexto de expansiones y moderninades que no le hacen falta a Ciudad Rodrigo para su desarrollo. Yo sé decirte, con todos los que vimos la luz en este pueblo, que con el mismo brío que tú defendiste la ciudad, defenderé la vejez de tus baluartes, de esos heroicos baluartes que dora el sol cuando nace y cuando muere, enamorado del prestigio de sus piedras.
Arturo García Carraffa