Vamos a reproducir hoy un precioso relato de un par de redactores de la publicación "La Ilustración Española y Americana" -a quienes vemos en la fotografía superior acompañados de sus guías- que realizaron un viaje por las "Arribes" salmantinas a comienzos del pasado siglo XX. Les llamó especialmente la atención el secular atraso -ya entonces- de nuestras vías de comunicación. ¡Y así seguimos! Con el paso de los años se han ido mejorando paulatinamente, pero no al ritmo necesario para alcanzar el nivel que el resto de carreteras españolas presenta hoy día.
Al final del artículo, los reporteros auguraban un gran desarrollo industrial para la comarca debido a la existencia de esa gran fuente de electricidad potencial que constituían las aguas del Duero y sus afluentes. ¡Desgraciadamente se equivocaron! Creamos mucha electricidad, pero la mandamos casi toda fuera, hacia zonas lejanas, donde se montaron esas industrias que, en buena lógica, debieron haberse establecido aquí. ¡Posiblemente decisiones políticas -nunca hemos pintado nada o casi nada en esta España nuestra- y unas más que deficientes comunicaciones influyesen para ese fatídico alejamiento industrial de la provincia salmantina! Y como no hay mal que por bien no venga, como dice el refrán, nos queda el consuelo de tener un bonito parque natural que de otra forma hubiese resultado dañado o desaparecido. ¿Es suficiente ésto para revitalizar nuestra cada vez mas despoblada y envejecida comarca? ¡Ahí queda la pregunta!
¡Vayamos con el artículo! Se publicó en "La Ilustración Española y Americana" el día 8 de septiembre de 1906 e iba acompañado de una serie de imágenes gráficas alguna de las cuales ponemos también para ilustrar esta entrada. Por cierto, la palabra "fayal" que aparece en plural como título del artículo es una palabra del "leonés" -no en vano está parte del territorio salmantino es más leonesa que castellana- que significa "peñascal, precipicio, peñasco".
POR LA ESPAÑA DESCONOCIDA.
LOS “FAYALES” DEL DUERO.
De Madrid a la frontera portuguesa, donde se hallan, el viaje constituyó un verdadero retroceso histórico, en quo se puede apreciar las diferentes épocas porque ha pasado nuestra Patria. Del tren a la diligencia, de ésta al mulo, y de éste a pie. Y en el tren veis caras inteligentes, mujeres elegantes, hombres que os hablan de problemas sociales, de alta política, de literatura.....; son almas complejas, espíritus modernos que viven vida de cultura.
Y en la diligencia, una señora que no sabe más que de cocina y algo de modas (y va vestida a la de hace muchos años); su esposo, que habla de todo, increpa a los Gobiernos, trina contra sus paisanos, y, en resumen, sabe menos que la señora; dos tratantes en granos, a quienes hacen dormir los discursos del orador, y en el mulo los dos amigos que hacemos la expedición acompañados de un arriero, encontrando de trecho en trecho pueblos de cuatro casas, habitados por hombres con cuatro cuartos y cuatro ideas que heredaron de sus tatarabuelos, y procuran transmitir a sus tataranietos.
Y a pie, solos con nuestros guías, solos con la Naturaleza salvaje, en los riscos pelados do las montañas,
Donde se borra del vivir la idea,Donde se posa la absoluta calma,Su nido asientan los silencios grandes,El tiempo pliega sus gigantes alasY el espíritu atentoSiente dotar en derredor la nada.
Es un delicioso descenso gradual de la vertiginosa vida moderna de la corte a la más plácida y tranquila de la provincia, a la soñolienta de los pueblos, a la mudez de la montaña.
El tren nos condujo de Madrid a Salamanca, la diligencia a Vitigudino, el mulo a los arrives del Duero, por donde caminamos a pie.
Antes de llegar a ellis hallamos cosas interesantes de las que el arriero que nos conducía nos había hablado.
—Van ustedes a ver-nos decía — el peñasco mayor del mundo.
—¡Caracoles!
—¡No vos riáis, que es mu cierto! Como que en la encimera juegan los mozus a la barra.
No nos dejó muy convencidos con la demostración, a pesar de repetirnos veinte veces lo del juego de barra, y suspendimos nuestro juicio hasta ver el monstruoso peñasco.
Al descubrirle, nuestro conductor, con aire triunfante, nos dijo:
-¿Qué vos paeci?
Efectivamente, la peña, si no es la mayor del mundo, tiene un tamaño poco común, y, sobre todo, se halla en especiales circunstancias. Sola, en medio de un campo completamente llano, sin que otro peñasco, chico ni grande, la acompañe, rompe la horizontal del terreno elevándose en forma de bollo a una altura de cincuenta metros por más de trescientos de circunferencia.
Cerca de la peña se halla el pueblo a que ella ha dado nombre y en él nos detuvimos un rato.
Si los estudiosos de la Historia se trasladaran de sus bibliotecas a uno de estos pueblecillos perdidos en la llanura castellana, seguramente habían de encontrar una gran satisfacción al ver reproducidos, no en manuscritos, sino en realidad viviente, instituciones, costumbres, modos de vivir y de vestir que se creen pasados para siempre, y que, sin embargo, allí subsisten intactos, cristalizados, como si la corriente del progreso humano no hubiera alcanzado en sus orillas a aquellos pueblos, en cuyas calles el espíritu saborea, con ese sabor intenso que da lo real, el vivir de nuestros antepasados, aquel vivir calmoso, aquella piedad entre fe y superstición nacida en ella como una parte de su ser que con ellos muere, aquel lenguaje que suena a páginas del Quijote y aquel vestir de tosco sayal hilado por ellas (operación que las ocupa la mayor parte del día), tejido en primitivos telares, construidos por ellos mismos, de donde salen el antiquísimo manteo de vuelta, el rebozo y la picota ó mandilete, que después bordan con pajarracos y ramos de vivos colores.
Parecíanos que al salir del pueblo habíamos de encontrar en el camino al señor de aquellos lugares, que volviera con sus mesnadas de algún encuentro con el moro; afortunadamente no fue así, pues si los pecheros y los siervos de la gleba aun viven, los señores son muy otros y ya no se encuentra ni rastro de ellos.
En una encrucijada se alza una sencilla cruz de piedra; se descubre nuestro guía y reza; respetamos la oración, y al terminarle preguntamos qué indica la cruz. Es una historia dramática: allí mataron a un hombre hace muchos años, él no lo conoció; pero, como todos sus paisanos, al pasar por ante la cruz se descubre y reza.
Media hora después llegamos a Masueco.
Masueco es un pueblecillo que, como todos ellos, tiene algo de qué enorgullecerse: un negrillo (que por cierto acababan de derribar), cuyo tronco mide unos dos metros de diámetro, y un salto de agua que es una maravilla. El médico, en cuya casa hallamos grata hospitalidad, nos acompañó al día siguiente a visitar la cascada. Las noticias que nos habían dado del terreno donde se hallaba, no eran de las más tranquilizadoras. El que nos las comunicó había pasado el miedo mayor de su vida en aquellos precipicios al ir persiguiendo una cabra. En ella se habían “esfayado” (despeñado) un muchacho y un hombre que guiaban un carro, cayendo al hondo juntos con la yunta y el carro.
A pesar de estos informes y a pesar de la tenaz lluvia, emprendimos el camino, llano en unos dos kilómetros, montañoso después, descendiendo áspera pendiente entre olivos hasta llegar a una ribera, que por el estrecho valle se desliza; la atravesamos y seguimos caminando por su margen derecha; al poco rato notamos que la ribera se perdía, el terreno quedaba cortado, y al fondo sólo veíamos una estrecha garganta formada por dos enormes "arrives", cuya base no lográbamos percibir.
Unos pasos más y nos encontramos al borde del precipicio.
Es difícil, es casi imposible explicar lo que en presencia de aquel soberbio espectáculo se siente. Mezcla de terror y de ansias de arrojarse al abismo, percepción clara de nuestra insignificancia y admiración de aquellos colosos de piedra que se hunden en las negruras del fondo; y, aturdiéndonos con su sonido ensordecedor, el agua haciendo espumarajos, dando saltos locos de la cumbre a una cuenca peñascosa, colocada quince metros por bajo de aquélla, y en la cuenca empujándose, bullendo, pareciendo que le falta tiempo para buscar la salida, que halla por entre una hendedura, desde donde se despeña, cayendo a unos cincuenta metros en forma de cola de caballo, blanca y rizada. Al chocar con el agua de abajo forma una neblina, que es la que ha dado origen al nombre que lleva la cascada: Pozo de los Humos. El descenso a él fue la parte más peligrosa de la excursión. La lluvia hacía resbaladizos los carriles, que no tenían dos-palmos de anchos, y nuestras piernas, poco acostumbradas a aquel ejercicio, y nuestro calzado de andar por la ciudad, nos ponían a cada paso en serio peligro de resbalar y caer para no volver a levantarnos; aumentaba este riesgo el vértigo, que cada vez que se nos ocurría mirar hacia abajo, se apoderaba de nosotros.
En cambio, el médico y el hombre que nos acompañaban, corrían por allí, como si no se hubieran enterado de que un mal paso era firmar su sentencia de muerte.
Eran ya las seis de la tarde cuando emprendimos la marcha hacia Aldeadávila de la Ribera, último pueblo de España por aquella parte. Desde el camino vimos hacia el horizonte varios pueblecillos de Portugal.
Cuando entramos en el pueblo anochecía; en la esquina de una calle, una joven tocaba una campanilla y rezaba Padrenuestros por las almas de los difuntos, los vecinos la acompañaban en el rezo; no sé si fue la hora o el respeto que inspiran esas viejas costumbres, lo cierto es que aquella escena nos emocionó. Pero mayor fue la emoción que nos causaron cuando después de cenar nos hallábamos conversando tranquilamente en la posada. Varios disparos y unos aullidos nos hicieron saltar en nuestros asientos, mientras los contertulios se quedaban tan tranquilos riéndose de nosotros.
—Ustedes no están acostumbrados a esto y por eso les extraña -nos dijeron; son los mozalbetes que jijean y descargan las pistolas; eso lo hacen todas las noches: es costumbre.
A pesar de la falta de tabaco, ninguno de los dos nos atrevimos a salir a la calle por respeto a la costumbre, mucho más respetable que la que anteriormente habíamos presenciado. No fue preciso que a la mañana siguiente nos despertaran. Aun no había llegado el día cuando di yo un salto en la cama. Entre dormido y despierto palpaba el lecho tratando de cerciorarme si era peñasco o no donde me hallaba, y a la verdad que en un buen rato no salí de la duda.
Aquella noche soñé que me había “esfayado” en el Pozo de los Humo; que una joven tocaba una esquila, rezando un Padrenuestro por mi alma, y que varios mozalbetes disparaban tiros sobre mi cadáver. Los tiros me despertaron, y de que cataba vivo pude cerciorarme, pero de que no había caído sobre un peñasco tardé en convencerme; tal era la dureza de la cama donde habíamos dormido.
Poco tardaron Perico el Feo y el Roto, dos simpáticos contrabandistas conocedores de aquellos andurriales, como yo de los rincones de mi casa, en venir a buscarnos para irá visitar los “fayales”.
Abrigábamos el temor de que habiendo visto el día anterior los arrives del Pozo de los Humos, poco más emocionante podíamos hallar, y, en efecto, el terreno que divisamos, no muy accidentado, prometía guardar pocas bellezas. Afortunadamente, el temor se desvaneció pronto.
A media legua de Aldeadávila, y después de escalar unos peñascos, el panorama que descubrimos fue de los inolvidables. De Sur a Norte una garganta de cientos de metros de profundidad, con oquedades medrosas, con sombras azuladas en los “fayales” españoles, con brillos pizarrosos en los portugueses, y así, en una extensión enorme, con fantásticas rocas colgadas sobre el abismo, con águilas cerniéndose sobre aquellos picachos, y abajo el Duero, rugiente, como protestando de aquella estrechez a que se le condenaba, y nosotros no ya insignificantes, sino atómicos ante la inmensa grandiosidad de que la Naturaleza hacía gala.
Caminar por tales laderas sólo pueden hacerlo los que tengan nuestra curiosidad o la práctica de nuestros guías, que saltan como cabras y trepan como gatos.
Perico nos entretiene contándonos las hazañas de “el Dientes”, un cabrero de aquellas montañas para el que no existía la palabra inaccesible, que quitaba la presa a las águilas en sus nidos, atando el pico a los aguiluchos, sosteniendo a veces luchas con las aves de rapiña en medio metro de terreno, pasando en aquellas grietas noches enteras y haciendo milagros de equilibrio, que sólo al ver los sitios donde los hacía se erizaban los cabellos. El pobre Dientes murió de un tiro que le disparó un jovenzuelo,
Después Perico nos refirió su vida de contrabandista. Habíamos llegado a un sitio que, mirando hacia abajo, daba horror, y, volviendo la vista hacia arriba, sentíase espanto; abajo, el río había socavado el enorme “fayal”, formando una cueva; en medio del Duero un peñasco pretendía atajar el agua, y ésta saltaba con verdadera furia, produciendo un ruido que repercutía, como en una caja de resonancia, en aquellas oquedades; arriba, los bloques de piedra parecían venirse sobre nosotros.
- Por aquí -nos dijo Perico- pasamos una noche doce veces el río y metimos mil majuelos de contrabando.
- ¿Y cuánto cuesta de entrada cada majuelo?
- Una peseta.
- Buena noche entonces, ¿eh?
- Sí, señor; ganamos cinco pesetas para los dos (!!!!)
Si el andar por aquellos lugares, no ya de noche, sino a pleno sol, supone profunda indiferencia por la vida, pasar el río, no una, sino doce veces, de noche, y por el procedimiento de la “guindaleta”, que ellos emplean, demuestra que para aquella gente el pellejo tiene menos valor que una colilla.
El procedimiento de la guindaleta es muy curioso: sobre el río, y atados los extremos en dos peñascos de las orillas, tienden una gruesa maroma, de la que cuelga y por la que resbala una argolla ó barzón; del barzón se suspende el que va á pasar, atándose por el cuerpo. Una cuerda más delgada, cuyo medio se ata al barzón y cuyos extremos cogen uno en la parte de España y otro en la de Portugal, sirve para hacer la tracción, porque el contrabandista, al colgarse de la maroma en una orilla, recorre, resbalando por su propio peso, medio camino, pero al llegar a la mitad del río, la maroma forma una V y es preciso tirar de la guindaleta para que llegue a la orilla opuesta.
Naturalmente, ocurre con frecuencia que la maroma se rompe y el hombre va al río, que, por fortuna, en aquellos sitios es vado (70 metros de profundidad.)
Con estas entretenidas noticias llegaba a olvidársenos a veces hasta el dolor de piernas que habíamos adquirido a fuerza de ejercitar los músculos para ir guardando el equilibrio, porque el camino que habíamos andado todo había sido bajando y endemoniado.
- Lo que nos falta -nos decían- es andadero, puede decirse que llano. ¡Diantre! ¡A que cosa llaman aquellas gentes llano y andadero! Al poco rato de decirnos esto, y después de saltar entre canchales, la vereda se corta para dejar paso a un regato que desciende y por el que, según nuestros cálculos, es imposible saltar. Miramos a el Feo, luego a el Roto, como preguntando: “¿Y ahora?” Ellos se ríen; Perico apoya los pies en un peñasco de la orilla, se deja caer sobre otro de la margen opuesta, y nos dice: “¡A pasar!” La verdad es que el tendido del puente ha sido rápido, económico, y el piso es blando. A nosotros nos duele más pisar sobre él que a él sufrir nuestro peso.
Algo más allá, una enorme piedra convexa nos vuelve a detener, Pero se tumba nuevamente formando un escalón con su cuerpo y vuelve a resolver en un momento otro problema de Ingeniería.
Este era el camino “llano y andadero” que une, mejor dicho, que desune Montealgarrobo, de donde habíamos partido, a La Verde, adonde llegábamos. La Verde es una hermosa finca que perteneció a los frailes trapenses, cuyo convento se halla hoy en ruina; atravesando un hermoso bosque de hojaranzos, se llega a ella, y allí el espíritu descansa de tanta emoción como ha sentido; la vista se recrea en la contemplación de aquellos tonos verdes de los naranjos y limoneros salpicados de dorado fruto, y el oído deja de escuchar el gruñido constante del Duero, que en aquella parte se ensancha y calla.
En el trozo que habíamos recorrido, y hasta algo más abajo, la industria moderna, que todo transforma, ha encontrado una riquísima fuente de energías que pronto se explotarán.
Según los cálculos de los ingenieros, el Duero, convenientemente encauzado, producirá una fuerza de 53.000 caballos hidro-eléctricos.
Para la producción de esta fuerza es preciso derivar del caudal del Duero 24.000 litros de agua por segundo, tremenda derivación que exige la construcción de grandes obras, como son ocho túneles, varios viaductos y trincheras, todo lo cual, con casa, máquinas, presa, etc., está calculado en 12 millones de pesetas de gasto.
La Compañía para la explotación está ya formada, y de esperar es que se comiencen pronto los trabajos que han de variar por completo el aspecto de aquel olvidado terreno, así como el de toda la ribera, hoy aislada y pobre, a pesar de la riqueza que encierra su suelo, pues aunque la mayor parte del fluido se consumirá en Portugal (una Compañía de Oporto tiene pedidos 20.000 caballos), aun queda para desarrollar en los pueblos ribereños grandes industrias, que seguramente han de nacer con la generación de tan enorme cantidad de fuido.
L. Alonso.